lunes, 4 de abril de 2016

La tienda de gominolas

Mohammed, granjero emigrado y, a posteriori, amante obsesivo de la ambición americana y la mitología en general, se rascaba la barba de pega mientras esperaba a que terminara la tortura de su alma. Era una barba meticulosamente recreada, diríase judía, y por si eso fuera poco, Mohammed vestía una kipá. A la sátira indirectra y conscientemente adoptada, se le sumó un carcamal crujir de dientes que venía gobernando sus manías desde hacía meses, dándole el innegable aspecto de un beneficiario de la Torá. No soportaría el disfraz por mucho tiempo. Durante el salmo, había estado a punto de vomitar. Sabía que no había manera alternativa de desquiciar su existencia, ni posibilidad ajena a su fe. Mark se encontraba en la fila posterior, cabeceando como un auténtico pirado. Mohammed apartó a un adolescente Howard que preguntaba por sus estudios hebraicos, sin quitar el ojo de encima a Mark. Estos desplantes, unidos a la actitud sospechosa, el volumen del abrigo que vestía, y su tez morena, comenzaban a levantar las sospechas de los infieles. Era un gran riesgo el que corría, y una ironía que Alá tan solo perdonaría tras su redención en una nube de humo. Tras semanas de planificación, había determinado que la única manera de acercarse a Mark tras la refriega en su casa, era espiarlo en el único momento social que se permitía a la semana. Además, de paso, acabaría con un puñado de infieles. El oficiante inició una nueva retahíla de gilipolleces, dos viejos puramente étnicos lo vigilaban tras una columna. Mohammed se refugió en su amplio abrigo metió la mano en el bolsillo, extrajo un reloj de plata con un símbolo alquímico y una fecha lejana, y bajo la sombra rajada del grabado, comprobó la hora.

-Es tarde, siempre ha sido tarde... Alphonse.

Alzó el rostro y contempló, ausente en su proyectada solemnidad, el pequeño púlpito beige que recogía a los infieles a ojos del mundo, pero no de Odín. En menudo lío se había metido, y todo por aquella maldita salchicha. Porque el verdadero cerdo era ese infiel de Mark, maldito alemán que le juró que servía carne de burra con ajo y perejil. Que para burra su mujer. No tenía nada contra ella, le parecía una mujer pudorosa y correcta, lástima que profesara una fe incorrecta y una cultura bastante absurda. A su lado, un niño Ashir lamía una de esas piruletas grandes de los anuncios. Ignorantes de la cultura americana, nueve años, noventa, qué importaba, era otro de esos circuncidados que salían de escupir hebreo para llenarse la boca desdentada con caramelos. Aunque había de confesar Mohammed que resultaban apetecibles, pero prefería su colorido inscrito en una de esas películas de Bollywood, cuya agresiva iluminación explotaba sus nervios sangrantes. No odiaba la cultura estadounidense en cuanto le permitía comprar lo necesario para vengarse en nombre de Alá y reunirse con Freya, y las especias indias le encantaban antes de ir al baño, esa sala de prensa improvisada que asistía a una ampla variedad de retorcidos insultos hacia los cielos de los demonios hindúes. Al salir, negaba mentalmente la propina, aunque siempre terminaba cediendo por algún que otro Yasir cansino y amabilísimo.

Rabinos vestidos al más puro estilo hebraico atemporal desfilaban a su lado, parloteando frases que sacudían las ramas de Yggdrasil, y la paciencia de Mohammed. A juzgar por el crujido, se había roto un incisivo. Se imaginó sentado en el cómodo asiento reclinable de Toothies, la empresa que le imponía su mujer para asegurar su futuro dental. "Qué dices, mujer, no ves que no importa. En el salón de los dioses no necesitaré dientes, todos los banquetes serán cerveza, pero evitaré beberla para que no se me nieguen las 72 vírgenes, y aún así no moriré porque tal será mi espíritu, y estará sobre los cielos del mesías ese que rosman los idiotas del séptimo." Dicho lo cual, exigió la cena, que fue entregada por Shu-Wen diez minutos antes de lo previsto, lo cual no garantizó una propina mayor. Shu-Wen sonrió, como siempre, pero escupió en el felpudo cuando la puerta se cerró. La mujer de Mohammed rezaba a Ra para que compadeciera la ignorancia de su marido.

Recordando a su mujer sonreía Mohammed, al determinar que las vírgenes estarían mejor de cuerpo, y de temperamento, pues no habrían llegado a esa edad en que una mujer suda por respirar. Además (y esto era milagroso), no irían pudorosamente cubiertas, al no haber ningún hombre más en su paraíso para cegarse con su lujuriosa presencia. Para mejorar este utópico destino, invocaría el aspecto del granero en el que perdió la virginidad secretamente, aunque afuera nevaría, y estaría reproduciéndose Rape Me, su canción favorita del primer disco que compró en Estados Unidos, de la cual nunca entendió la letra.

Uno de los viejos susurraba a la oreja de Mark, y él mismo se volvía hacia Mohammed. Era hora de explotar. Mohammed esbozó su mirada asesina, más justiciera que nunca, con los ojos muy abiertos, clavados en el infiel, el mentón hacia el cielo. También sacó la lengua y la agitó, lo cual provocó el ataque de una mujer con rastas que consideró un ataque sexista. El empujón lo lanzó al suelo blandamente. Cegado, llevó la mano al botón que escondía en la barba, pero ocurrió que en ese momento entrevió un burka.

-Reverendo, ¿está usted bien?

Mareado tras el proceso, Mohammed se levantó y se frotó la cabeza y los ojos. Quedaba por dilucidar el asunto de la mujer de fe.

-No se preocupe por esa perroflauta, viene a veces por aquí a hacerse la moderna. ¿Oficiará usted la misa el próximo domingo?

-No hará falta, hija mía, hoy veremos al auténtico profeta.

Mark se extrañó del beso apasionado que el hombre de fe propinaba a Marta, y descubrió el pulsador de la dinamita después.

El último pensamiento de Mohammed fue para Alphonse, su hermano asesinado en el Bronx por un negro. Malditos budistas.

sábado, 5 de septiembre de 2015

Artista cansada

Era tarde, pero no podía salir de casa. Los rizos dorados de media tarde se habían extinto, en una madeja de claroscuros que ni la sombra deshacía. Llegaba un frente de oscuridad potente, ineludible, a los marcos de las ventanas y los postigos de las puertas. Hace tiempo habría salido, se recordó. Por la época en la que un café era la promesa de una lectura en Wikipedia, y la frialdad de los besos la traía el pintalabios. Aquellas rondas de gente corriente, azuzada por la solemnidad de la crudeza en las obras de un coetáneo, un vecino de los que te encuentras a la hora de comprar el pan. Por aquellos tiempos en que la mera presencia era vacua, tan artística, pero no lo sabía, ni quería saberlo, pues se habría roto el hechizo. Tardes de paciencia inquebrantable por la uniformidad de cada hálito, la presencia del cuadro en el oxígeno, un aroma de pino tratado y química disecada. Y la silla de plástico, los paseos que implicaran una autoridad socavada, recogida de entre el sopor.

Reminiscencias de una vida pasada que hendían la memoria inmediata. Recordatorios fugaces de la mudanza, los bártulos y el equipo de sonido. Se recostó contra el sillón y suspiró a la luna. Refulgía, distante, en el horizonte que recibió ya su mirada húmeda en momentos más propicios. A la bohemia y la frescura de falange. A llorar sobre madera pulida. Sobre estas sensaciones, dejó que cayera su conciencia, como en un ataúd.

Era ella, arrojada al límite por ella misma guardado, impresionada por los halos de luz que desde los focos convergían, que volvían sus líneas plásticas. Una lona, un pedazo de tela grueso, áspero, hermético, acogedor. Trazando los pliegues sombras profundas. Contra la pared blanca, inerme, como un pedazo de mármol destinado a miradas esclarecedoras. Se apoderaba de ella la sensación del demiurgo, como si aferrar el borde derecho y tirar, retirar de un golpe la tela, fuera acto comparable al trazo del impresionista.

Sacudida de viento dinámica, en el ambiente espeso. Rojos, verdes, magenta, un grueso brochazo. De nuevo, desvelado el milagro. Cada día, descubría nuevo horizonte tras el movimiento de su brazo. Ojos duros como puños, ríos inmortales, la desazón de un niño pobre, odio en las pestañas de un rey, lanzas al costado divino. Todos los mundos, desplegados ante ella, creados por su afán inquieto. Y después, la espera.

Los acordes llegaban en acuerdo tácito, como una masa de añoranza que la envolvía gélida. La guitarra, descansaba en la buhardilla. Ella, cansada de esperar.

jueves, 3 de septiembre de 2015

El diario

¡Demencia!, dícese del estado mental donde todo lo puede la mente, y sus mutaciones desarrollan sentidos desmadejados y repulsivos al oído medio. ¡Atónito!, me quedo al escuchar estas palabras, posterior paso a leerlas. Porque, sí, tengo esa manía de repetir las palabras en mi cabeza para darme conversación. ¿A quién le importa?

Al acabar de escribir esta retahíla en su diario, Termingilia Rodríguez, niña de quince años que comenzaba a sufrir los primeros envites de la pubertad, guareció enseguida la página entre los cientos de legajos que se adherían dificultosamente a las tapas de cartón. Tenía la cara rellena, grandes carrillos redondos poblados de pecas, y unas gafas grandes de pasta marrones, unidas por cinta de carrocero en la mitad. Con semblante inexpresivo, propio de la etapa que transitaba, y prácticamente única imagen que mostraba su rostro, contempló la portada del cuaderno, que había tenido a bien regalarle una tía obesa en un viaje a la feria. En dicha portada, un llamado oso amoroso, de los que pretendieran ser tiernos pero en sombrías ocasiones dificultan sueños prepúberes, le guiñó el ojo.

-Bien. -Se dijo.- Mi plan continúa en marcha.

Dicho esto, colocó el diario bajó el colchón, con cuidado de no desplazar la caja metálica donde guardaría los condones.

viernes, 21 de agosto de 2015

Tinziano en matrimonio

Escuchaba Tinziano el suave rumor del ajo moliéndose en la habitación contigua. Cuando regresara la cocinera, esa impávida ignorante de familia babosa, le haría saber lo jodido que era el mundo. Al fin y al cabo, le había caído una gota en el cuello desabotonado de la camisa aquella misma mañana, y encima el tabaco estaba a cinco euros, y el tamaño de su trasero seguía siendo susceptible de gigantesco. Ella era quien más debía entender ese temblor, la repulsión de una gota de agua sucia en la espalda recién duchada. Si ella ignoraba con recato la atroz intromisión del mundo, que por ser mundo es cruel y hay que saberlo y saber aguantar los golpes, aunque venga de arriba de abajo y a las costillas, daría inicio al segundo asalto por no haber temblado al quebrar dicha gota. ¿Qué ocurre en el espacio de una intimidad acobardada ante las agujas, el tiempo transcurrido en casa, las llamadas uterinas a tal madre estúpida y estúpida y cándida para paliar el frío y el horror de la gota mutando su criatura en una anomalía de aura impura y permeable? Sus amigas eran igual de idiotas. La gota supurando desde la piel cetrina, invocando latas de 24 céntimos en laborable, uniéndose al torrente destilado de una conciencia diaria, sometida a los designios de una justicia impostada al peor mundo de entre las peores realidades. Y vuelta a acostarse y esperar a fracasar otra venta.

Podía escuchar el eco de sus pasos, repicando contra la madera recién fregada. Sonreiría para sus adentros a las turbulencias de una mirada vidriosa, se pondría en pie, manos en los bolsillos y espalda inerte por las sillas de ortopedia. Que si iba pintada como una puta, que si vestía como una puta, al maquillaje lo corre el agua, las cuentas marrones arrojadas por las macetas sedientas, las lágrimas de los ángeles en una noche de tormenta y calceta.

Tinziano recibió inconsciente la puñalada. El frío cayó desde su espalda, vaciándose su interior en una nube de sangre estarcida. Sus ojos tropezaron con un reguero grisáceo, y no esperó sentir amor por su esposa, pero esperó el propio, antes de reconocer sus párpados sobre la alfombra.

domingo, 16 de agosto de 2015

De cena con el suegro

-A medida que uno, como individuo y ser autoconsciente y determinado y determinante, madura, se le aparecen paulatinamente, sacados de entre los cadáveres espirituales de la infancia, esa cantidad indigna e ingente de códigos a los que desafía con la mera acción de la existencia consumista. Quiero decir, lees tus libros, bebes tus birras, te das las alegrías de los viernes, sufres la fe inhumana de los putos domingos, y de pronto oteas en la lejanía una ola, desmedida, gigantesca, atroz, negra, porque está lejos y es pringosa como la miel o el petróleo. El agua te llega por los tobillos, y aunque la sensación es refrescante, y puedes respirar bocanadas de aire, la sal marina te corroe los pulmones, y sabes que no durará mucho. Estás en ese estado marítimo previo a la ruptura del oleaje, lo supo Hemingway, y ahora lo sabes tú. Pero es tarde, porque te encuentras en la línea de riesgo. Qué ocurrirá cuando la ola explote contra tus huesos, es algo que desconoces, pero tienes la absoluta certeza de que siempre, siempre ha estado ahí. De que ha sido el horizonte. Solo que te pintaron uno distinto cuando eras joven, ¿verdad? Bien, hemos estado ciegos, e irremediablemente dedicados a la confrontación de esta ola que medra sin nuestra influencia, hagamos lo que hagamos, y recemos a quien recemos. Pero, ¿qué más podíamos hacer, eh?
- Ana María, ¿qué pifias rumia tu marido?

Eriberto Puente Esteso, consciente de pronto de que hablaba en alto y de que se encontraba, otra vez, sumergido en la "puta navidad", compartiendo otro jueves con "el soplapollas" de su suegro, se tragó sus pensamientos. Una soberana e impoluta vergüenza, anestesiante e impedidora, se apoderó de sus fuerzas mentales antes de cerrar su conciencia con otro trago de champán. El resto de la noche, hablaron de chuletas de cerdo y cincuenta sombras de Grey.

Al día siguiente, fue de putas.

miércoles, 12 de agosto de 2015

El perro y la hierba

-¿Qué sentido? -Gritó el enano de jardín.

-¡Nunca! -Respondió la hierba.

En fin, así toda la noche. Había un perro, en una caseta angosta, sucia, que quería dormir. Pero la hierba estaba especialmente pesada. Y el enano de jardín, acababa de leer a Agatha Christie.

El perro, una vez harto, se levantó, desperezó, lamió el ano, y fue hacia el enano. Le mordió el cuello, que se rompió en pedazos de esa cerámica con la que se hacen desde siempre los enanos de jardín, aunque hablen o piensen. Y se llenó la boca de heridas.

Sangró tanto que se arrepintió tanto. En su pequeña casa, que para él era una celda desde la partida a la perrera de su segunda esposa (aquella que, para fortuna de su hipertensión, se comió cinco hijos) se autocompadecía dulcemente, patas sobre la cabeza. La hierba reía con el viento, fuera, lejos.

-¿Qué te sucede, perro? -Preguntó la hierba.

-He mordido al...

-No me cuentes tu puta vida.

Vueltas a la manzana

Cansado de dar vueltas, vueltas y medias vueltas, Eucatanasio Lamberiza frenó en un rincón del callejón. Allí, observó la manzana que había dejado atrás, o delante.

Nada le mostró lo que buscaba, pero, sospechoso de que no se encontraba allí, y no lo hallaría reanudando marcha, se quedó agotadoramente quieto.

Un coche lo salpicó y se enfadó orgánicamente. Entre el agua adherida a sus párpados, en el centro de una pequeña gota que la proximidad magnificaba, lo creyó ver.

-¿Dando un paseo?

-Ya ve usted.

Bostezó sin ganas Eucatanasio, y temeroso de la tiniebla, reemprendió marcha. Una inquietud poderosa se confirmaba en sus entrañas, de vez en cuando había de darse la vuelta para confirmar la presencia, o ausencia, de un hombre.